jueves, mayo 04, 2006

ARTISTA INVITADO: CÉSAR MALLORQUÍ

Hace unos días hablaba aquí de una iniciativa de la Comunidad de Madrid para el Día del Libro ('La Noche de los Libros') y terminaba recomendando un cuento que César Mallorquí había colgado en su blog: 'El Muro de un Trillón de Euros'. Lamentablemente, como el mismo explicaba, el cuento ocupaba mucho espacio y decidió dejarlo unos días y luego borrarlo. No me pareció bien que el cuento se perdiera en "ese limbo electrónico que es la papelera de reciclaje" (Mallorquí dixit) y así se lo comenté. Y una vez lanzado, incluso le ofrecí colgarlo de este blog para que pudiera seguir disponible para quien quisiera leerlo. ¿Y sabéis qué? ¡César aceptó! ¡No podéis imaginar la sorpresa y la alegría que me llevé!

Rebuscando en Google (¿ya he dicho que a veces es maravilloso?) he podido "rescatar" la presentación que hizo César Mallorquí de su cuento:

"Acabo de echarle un vistazo a la última entrada del blog de Julián Díez, Cómo será el futuro, y he descubierto que su visión del "mañana cercano" se aproxima mucho a la que desarrollé en lo que, si mal no recuerdo, es mi último relato de ciencia ficción.

Se trata de un cuento que me pidieron para ser incluido en una antología europea de ciencia ficción, editada por el escritor alemán Andreas Eschbach. La antología, que apareció en el viejo y sonoro idioma germano, se llama Eine trillion euro y su tema es precisamente ése: un trillón de euros. Al relato que escribí lo llamé, en un alarde de imaginación, 'El muro de un trillón de euros'. Y, bueno, como el tema tiene que ver con el post de Julián, y como mi relato nunca ha sido publicado en español, pues he pensado que a lo mejor os apetecía leerlo.

De modo que, si no tenéis nada mejor que hacer, ahí va mi visión del futuro cercano. Si es que hay algún futuro, claro..."


Así que tal como le ofrecí, aquí tenéis el cuento. Espero que os guste tanto como a mí.


El Muro de un Trillón de Euros
(de César Mallorquí)


Hans Müller no se encontraba en el pabellón de juegos de la Colonia Residencial Costa Dorada cuando Klaus-Jürgen Stehle murió, y tampoco estaba allí cuando los médicos le resucitaron; por eso fue el último de los residentes en ver al nuevo doctor. Hans había pasado toda la mañana en la Sala de Estimulación Mnemónica, paseando con su padre por el Englischer Garten de Munich, a comienzos del siglo XXI, durante un cálido atardecer de junio. Caminaban de la mano; su padre –Albert Müller, muerto hacía noventa y tres años- recitaba los nombres de las plantas que flanqueaban el camino, la denominación exacta de cada flor, ave, o insecto. Hans, con tan sólo seis años de edad, escuchaba embobado aquella extraña terminología latina que, en sus oídos, sonaba como una retahíla de conjuros mágicos -Quercus robur, Hedera helix, Luscinia megarhynchos...-. Luego, cuando llegaron al Kleinhesseloher See, su padre se quedó tomando una cerveza en el Seehaus, un Biergarten cercano, mientras él permanecía junto a la orilla del lago, echándoles migas de pan a los patos y los cisnes. Fue un momento sin importancia, no ocurrió nada especial; sin embargo, Hans lo recordaba –lo vivía- como uno de los instantes más felices de sus ciento trece años de existencia.
Tras abandonar la sala de nemos, y después de comer en su bungaló, Hans se dirigió a la terraza de verano para tomar un café con su grupo más íntimo de amigos: Jürgen y su novia Anna, Erwin y Magda Stadler, Rainer Lang, Willi y Gertrud Fröhlich, José (Pepe) Carmona, Gudrun Hoffmann y Anker Jepssen, un danés recién llegado a la colonia. Pese al mucho tiempo que llevaba conviviendo con ellos, a Hans todavía le sorprendía el aspecto físico de sus amigos, igual que le asombraba el reflejo de su imagen en el espejo. La edad media de aquel grupo de jubilados rondaba los ciento veinte años; sin embargo, ninguno de ellos aparentaba más de sesenta.
Nada más verle, Gertrud le contó a Hans lo que había sucedido aquella mañana en el pabellón.
— El pobre Klaus estaba jugando al ajedrez con Walter, cuando de pronto se puso blanco y cayó al suelo. Echaba espuma por la boca y tenía convulsiones. Luego, se quedó muy quieto, con los ojos en blanco... Ha sido espantoso.
— Eso sí que es un jaque mate –bromeó Willi.
— Afortunadamente –prosiguió Gertrud, fulminando a su marido con la mirada-, el equipo de urgencia se presentó enseguida y lograron reanimarle. Ahora está en el hospital central de Málaga –dejó escapar un suspiro y agregó-: Klaus es fuerte; seguro que saldrá adelante.
¿Por cuánto tiempo?, pensó Hans. Klaus tenía ciento treinta y nueve años, era uno de los más veteranos de la colonia; su hora no debía de estar muy lejana. El Tratamiento Bartov podía hacer maravillas, pero no milagros.
— A Klaus aún le queda mucha vida –terció Pepe Carmona con su exótico alemán teñido de acento andaluz. Luego, cambiando de tema, preguntó-: ¿Has visto al nuevo médico, Hans?
— ¿Qué nuevo médico?
— El doctor Bianchi ha dejado Costa Dorada, así que nos han asignado otro médico residente. ¿Y sabes quién es el sustituto? –Pepe hizo una pausa y prosiguió en tono indignado-: ¡Un negro! Cuando apareció con el equipo de urgencia para atender a Klaus, no podía dar crédito a mis ojos. ¡Un africano, joder! –sacudió la cabeza-. No sé adónde iremos a parar...
— Pero hay otros hombres de color trabajando en la colonia –objetó Hans.
— Camareros, sirvientes, jardineros o peones, pero..., ¿médicos? ¡Por favor, es insultante! Mañana mismo pienso presentar una protesta oficial a la directiva del centro. Si creen que voy a permitir que me examine un mono sin pelo, están muy equivocados.
— No deberías hablar así, Pepe –protestó Rainer con el ceño fruncido-. Tanto la historia de mi país como la del tuyo demuestran que ideas de esa clase no sólo son equivocadas: son peligrosas.
— ¿Te refieres a Hitler y a Franco? –Carmona alzó una ceja con expresión de suficiencia-. Pues si quieres saber mi opinión, de líderes fuertes como esos anda Europa muy necesitada. Y ya que hablamos de historia, te diré que a Franco, pese a lo mucho que hablaba de la raza hispana, lo cierto es que le importaba un bledo la pureza de la sangre. ¡Coño, pero si le gustaban los moros!... En cuanto a Hitler, su único error fue no acabar lo que empezó.
Hans frunció el ceño con desagrado. Pepe Carmona era un vestigio del siglo XX, el último ultraderechista a la vieja usanza. Nadie sabía qué hacía él, un español, en una colonia de jubilados alemanes, pero los demás residentes le apreciaban, pues por lo general era amable y cordial. Salvo cuando hablaba de política, como ahora.
— La cuestión es muy simple –decía Carmona, cada vez más enardecido-: imaginaos que estáis en vuestro hogar, una casa que habéis construido, decorado y mimado durante años, y de repente aparece una pareja de moros con doce críos y se instala en vuestro salón. Luego, una familia de indios ocupa el dormitorio de invitados. Más tarde, llega media tribu de negros y...
— Eso es demagogia –le interrumpió Rainer.
— Es la realidad. Los europeos hemos construido la civilización occidental a lo largo de cientos de años, con nuestro esfuerzo, con nuestro ingenio, con nuestra sangre incluso. Hemos forjado la cultura más poderosa del planeta, la más justa, la que mayores oportunidades concede a sus ciudadanos. Y todo eso, ¿para qué? ¿Para regalárselo a unos salvajes que no han sabido progresar por sí mismos?
— O no han podido –señaló Magda Stadler-. O no les hemos dejado.
— Tonterías. Europa debe pertenecer a quienes la construyeron, no a unos bárbaros advenedizos –Carmona señaló con un ademán hacia el horizonte marino-. ¿Para que, si no, nos hemos gastado un trillón de euros en levantar una barrera que nos proteja de la barbarie?
Hans volvió la mirada hacia las tranquilas aguas del Mediterráneo. A lo lejos, casi imperceptible, se distinguía la silueta de una de las plataformas de la Línea Charleroy, el muro tecnológico de contención que rodeaba Europa desde Noruega hasta Bulgaria. Había miles de plataformas como ésa, todas ellas dotadas de sensores y sistemas electrónicos de detección, cañones de impulso y barreras láser. Y eso sólo era una parte del muro; también estaba la red de satélites geoestacionarios, los vehículos aéreos de reconocimiento, las lanchas patrulleras, los bunker costeros... Hans ignoraba si la Línea Charleroy –así llamada por la ciudad belga donde se decidió su creación- había costado realmente un trillón de euros, pero pensaba que, fuera cual fuese su precio, ese dinero podría haber sido mucho mejor invertido.
— Nuestro deber es preservar la cultura que nos legaron las anteriores generaciones –concluyó Carmona-, y eso no se consigue abriendo las puertas de Europa a cualquier indocumentado que desee entrar.
Sobrevino un silencio; todos sabían que era inútil intentar razonar con Pepe Carmona sobre esa clase de cuestiones.
— Cuando me jubilé, hace treinta y un años –dijo de pronto Anker Jepssen-, la natalidad había descendido mucho en Europa. Nacía menos de medio niño por pareja, lo que dicho así no deja de tener su gracia. El caso es que se necesitaba mano de obra y hubo que ampliar los cupos de inmigración.
Jepssen, el más joven de la colonia con tan solo noventa y seis años, había llegado recientemente a Costa Dorada, después de que el centro para jubilados escandinavos donde hasta entonces había vivido se hubiera visto obligado a cerrar debido al escaso número de residentes.
— ¿Y quién se opone a eso? –contestó Carmona-. Me parece perfecto que vengan a trabajar aquí, si hacen falta; lo inadmisible es que se queden. A mediados del siglo XX, muchos españoles tuvieron que emigrar a Alemania, porque en España no había trabajo. Pero luego volvieron a su país. Eso es lo honrado; lo otro, quedarse, no es más que una invasión contra la que debemos luchar –hizo una pausa y, de pronto, como recordando el origen de aquella discusión, agregó-: ¡Un médico negro, lo que faltaba!... Mañana mismo pienso quejarme a la directiva del centro.


*


La colonia residencial para jubilados Costa Dorada estaba situada al sur de Málaga, entre Marbella y Estepona, frente a la costa del Mediterráneo. Rodeado por elevados muros cubiertos de enredaderas y un amplio y primorosamente cuidado jardín, el centro se dividía en cuatro áreas diferenciadas. Junto a la entrada, detrás de la recepción, se hallaban las oficinas y el centro de control; a su derecha estaba el pabellón médico y, al otro extremo del jardín, se extendía la zona residencial con sus pequeños y coquetos bungalós. Un poco más allá se alzaba el complejo de actividades comunes. Allí estaban la sala de nemos, el pabellón de juegos, el comedor, la cafetería, el gimnasio, la sala de tridi y la biblioteca. La colonia era un pequeño universo autosuficiente capaz de satisfacer cualquier necesidad de sus moradores.
No obstante, muy pocos de aquellos ancianos inconcebiblemente longevos visitaban el gimnasio, veían la tridi o leían en la biblioteca. Con gran diferencia, la instalación más frecuentada de la colonia era la Sala de Estimulación Mnemónica. Se trataba de un recinto muy amplio en cuyo interior se alineaban cincuenta divanes, cada uno de los cuales llevaba adosado un equipo electrónico unido mediante un cable a un pequeño casco ajustable. Las paredes eran de un relajante color azul.
Los estimuladores mnemónicos, los nemos, eran unos artefactos de reducido tamaño cuya función, tal y como su nombre daba a entender, consistía en estimular la memoria. Al usar un nemo, los recuerdos se volvían tan precisos, tan nítidos, que la experiencia transcendía los límites de la memoria para convertirse en una especie de viaje en el tiempo. Los nemos permitían vivir de nuevo el pasado.
Tras abandonar la terraza de verano, Hans se dirigió a la sala de nemos. La mayor parte de los divanes estaban ocupados; había treinta y nueve ancianos tumbados, inmóviles, con pequeños cascos llenos de electrodos en la cabeza y los ojos cerrados. Todos ellos estaban inmersos en el pasado. Hans se acomodó en uno de los divanes libres, se ajustó el casco del nemo y tendió una mano para conectar el aparato, pero en el último momento, antes de pulsar el botón, la mantuvo suspendida en el aire. Por algún motivo, no podía quitarse de la cabeza al nuevo médico que tanto había irritado a Carmona. Según le dijeron, se llamaba Daniel Mombé. Un gerontólogo negro en España, qué peculiar... Hans sentía auténtica curiosidad. Bueno, ya le conocería más adelante.
Conectó el nemo, cerró los ojos y se concentró en el recuerdo que había elegido. El día de su boda, el día en que Emma y él decidieron unirse para siempre, aunque ese siempre hubiera acabado durando tan sólo cuatro años y medio. Hans evocó la catedral de Munich, la Frauenkirche, con su tejado rojo y sus elevadas torres gemelas rematadas por cúpulas verdes. Luego, vio la larga nave central flanqueada por inmensas columnas blancas, y el gran crucifijo colgado del techo, y se vio a sí mismo esperando a que Emma, del brazo de su padre, remontara los siete escalones que conducían al altar.
Poco a poco, el estimulador mnemónico fue amplificando la nitidez del recuerdo y Hans comenzó a percibir el olor del incienso y de las velas, la un tanto incómoda hechura de su nuevo traje, el tacto de la mano de Emma en su mano, y Hans, tumbado en el diván, dejó de ser un anciano de ciento trece años de edad para transformarse en un joven de veintisiete, nervioso y feliz el día de su boda.


*


Hans conoció a Daniel Mombé tres días más tarde, durante un reconocimiento médico rutinario. Mombé era más joven de lo que Hans esperaba; treinta y cuatro o treinta y cinco años a lo sumo. Tenía el pelo muy rizado, la piel azabache, el rostro redondo y unos ojos grandes y vivaces. Amable y cordial, hablaba alemán fluidamente, aunque con mucho acento español.
Después de realizarle un completo reconocimiento médico y someterle a toda suerte de pruebas, Mombé condujo a Hans a su despacho y le invitó a sentarse. El médico se acomodó frente a su escritorio, conectó la holopantalla del ordenador y examinó los gráficos tridimensionales que de pronto flotaban frente a él.
— Su estado de salud es excelente, señor Müller –dijo Mombé, sin apartar la mirada del holograma-. Aunque el tono muscular es bajo; debería hacer más ejercicio.
— Lo mismo me decía siempre el doctor Bianchi –sonrió Hans.
— Pasan ustedes demasiado tiempo en la sala de nemos; deberían visitar más el gimnasio o, sencillamente, pasear –el médico se reclinó en su asiento-. Esta tarde tendré los resultados finales de su analítica, señor Müller. En caso necesario, me pondría en contacto con usted, pero si no es así, recuerde lo que le he dicho acerca del ejercicio.
Se suponía que el reconocimiento había concluido, pero Hans, en vez de levantarse, permaneció inmóvil y silencioso durante unos segundos.
— Eh..., doctor –se decidió al fin-, ¿puedo hacerle una pregunta? Quiero decir, una pregunta personal...
— Claro.
— ¿De dónde es usted?
— Soy español; nací en Sevilla –una sonrisa puso al descubierto la blanquísima dentadura de Mombé-. Aunque supongo que usted se refiere a la procedencia de mi familia. Los Mombé somos originarios de Guinea Ecuatorial.
— ¿Hace mucho que llegó su familia a Europa?
— A comienzos del siglo pasado. En 2021, mi abuelo, Ezequías Mombé, cruzó el estrecho de Gibraltar en una pequeña barca, junto con un puñado de emigrantes ilegales. Eso ocurrió antes de que existiese la Línea Charleroy, claro.
— Perdone –se excusó Hans-; no pretendía ser indiscreto...
— No es usted indiscreto, señor Müller. En realidad, me siento muy orgulloso de mi abuelo. Ezequías Mombé fue un sin papeles; aceptó por sueldos de miseria trabajos que nadie quería realizar. Trabajó muy duro durante muchos años, hasta ahorrar el dinero necesario para abrir una pequeña tienda de comestibles en Sevilla. Más tarde, su hijo mayor, mi padre, amplió el negocio y lo convirtió en un supermercado. No mucho después, ya tenía tres establecimientos en la ciudad, lo cual le permitió pagar mis estudios de medicina en Heidelberg. Pero sé que, en última instancia, todo lo que soy se lo debo al abuelo Ezequías.
— Debe de ser un gran hombre. ¿Ya se ha jubilado?
— Falleció hace tiempo, a los setenta y ocho años de edad.
— Lo siento. ¿Un accidente o una enfermedad quizá?...
— No –Mombé se encogió de hombros-. Sencillamente, murió de viejo.
Hans le miró con extrañeza.
— ¿Murió de viejo a los setenta y ocho años? –preguntó-. Pero el tratamiento Bartov permite superar el siglo y medio de vida...
Esta vez fue Mombé quien contempló al anciano con perplejidad.
— Señor Müller, ¿sabe cuánto cuesta el tratamiento Bartov?
— No...
— Millones de euros al año. Sólo los muy ricos pueden permitírselo.
— Pero yo no soy rico –protestó Hans-, y hace décadas que recibo el tratamiento...
Mombé tardó unos segundos en contestar; parecía sorprendido por la cándida ignorancia del anciano.
— A mediados del siglo veintiuno –dijo al fin-, varias compañías aseguradoras lanzaron un seguro médico que cubría cualquier tratamiento eficaz de rejuvenecimiento. La trampa estaba en la palabra “eficaz”, porque en aquella época no existía ninguna técnica solvente de prolongación de la vida. Usted, así como los demás residentes de la colonia, suscribieron esos seguros. Entonces, apareció la famosa doctora Helena Bartov con una técnica de rejuvenecimiento realmente eficaz, y las compañías de seguros se vieron obligadas a financiar el tratamiento a sus clientes. Con lo que no contaban, claro, es que fuera tan endiabladamente caro. El único en la colonia que paga de su bolsillo el tratamiento es José Carmona. Pero él es multimillonario. Créame, señor Müller; usted y los demás residentes son unos privilegiados. Sólo uno de cada diez millones de seres humanos puede permitirse una esperanza de vida de más de siglo y medio.
Hans desvió la mirada. Se sentía confundido; sabía, por supuesto, que su seguro pagaba el tratamiento Bartov, pero ignoraba que fuese tan costoso. A decir verdad, eran muchas las cosas que ignoraba del mundo exterior.
— Señor Müller –dijo Mombé, interrumpiendo el hilo de sus pensamientos-; ¿cuánto hace que no sale de la colonia?
— Pues..., no sabría decirle exactamente. Varios años.
El médico manipuló los mandos del ordenador y examinó los datos que aparecieron en la holopantalla.
— La última vez que salió de Costa Dorada –dijo- fue hace treinta y ocho años.
— Dios mío... –musitó Hans-. ¿Tanto tiempo?...
— Lleva usted casi medio siglo viviendo en Andalucía. ¿No ha viajado por España?
— Bueno, después de jubilarme, cuando me trasladé a la colonia, hice algunas excursiones; Granada, Sevilla..., pero no sé hablar español y no conozco a nadie aquí.
— Tampoco ha regresado nunca a Alemania... ¿Por qué?
Hans dejó escapar un largo suspiro. Eso mismo se había preguntado él muchas veces, sin encontrar nunca una respuesta del todo convincente.
— Mi mujer murió hace una eternidad –dijo- y no volví a casarme. No tengo hijos ni familia y, en cuanto a los amigos... Bueno, considerando lo que usted ha dicho sobre el tratamiento Bartov, supongo que todos habrán muerto ya. Mis únicos allegados son los residentes de la colonia. ¿Por qué salir de aquí?
— ¿No le gustaría ver Munich de nuevo? Es su ciudad natal y allí ha pasado la mitad de su vida.
— Es un viaje muy largo –se excusó Hans, dubitativo-. Soy un anciano, doctor; no olvide que tengo ciento trece años...
Mombé desconectó el ordenador y contempló a Hans con un deje de ironía.
— Señor Müller, acabo de hacerle un exhaustivo chequeo y puedo garantizarle que su estado físico es similar al de un hombre sano y fuerte de unos cincuenta años de edad. Además, el brazalete que lleva en la muñeca controla sus constantes en todo momento; si le sucediera algo, cosa que no ocurrirá, el bioéscaner alertaría automáticamente a los servicios médicos de urgencia. En cuanto al viaje, no es largo. Lo único que tiene que hacer es dirigirse a la estación de Málaga y tomar el turboraíl. Llegaría a Munich en poco más de dos horas.
Hans apartó la mirada. Las palabras del médico sonaban tentadoras e inquietantes a la vez. Regresar a Alemania..., ¿para encontrarse con qué?
— No sé, doctor... Llevo mucho tiempo en la colonia; aquí me siento a gusto. Éste es mi hogar.
— Sólo estoy hablando de un par de días –Mombé se inclinó hacia él con una cálida sonrisa-. Mire, amigo mío; usted ha recibido un regalo maravilloso: la posibilidad de duplicar su esperanza de vida. Aún le quedan cuarenta o cincuenta años de existencia; ¿piensa malgastarlos quedándose encerrado en Costa Dorada?
— Pues... –dudó Hans-, supongo que eso no sería lógico...
— No, no lo sería. Así que voy a prescribirle un nuevo tratamiento, señor Müller: un viaje a Munich. Hoy es martes; puede salir el viernes y regresar el domingo.
— Pero...
— No, no, no; nada de peros. Yo mismo me ocuparé de reservarle el billete y un buen hotel. Considérelo como una terapia; necesita ejercicio y el viaje será una buena excusa para realizarlo –Mombé hizo una pausa y preguntó-: ¿Hará caso de su médico, señor Müller? ¿Irá a Munich este fin de semana?
Más allá de la pereza y el sedentarismo, Hans carecía de argumentos para negarse. Treinta y ocho años sin abandonar la colonia era, sin duda, demasiado tiempo, así que el anciano hizo lo único que podía hacer: suspirar y asentir con un inseguro cabeceo.


*


Aunque al principio la perspectiva del viaje se le antojaba más inquietante que placentera, Hans fue ilusionándose poco a poco. Hacía tanto tiempo que no pisaba las calles de Munich... De repente, la idea de volver a pasear por Schwabing, el viejo barrio de su niñez, le colmó de nostalgia. Y regresar al Bratwurstglöckerl, la pequeña cervecería cercana a la catedral sonde solía reunirse con Jörg y Peter, sus grandes amigos de la universidad; ¿seguirían haciendo allí aquellas deliciosas Nürnberger bratwürste? Y acudir otra vez al Olympiastadion del Bayern. Hacía muchísimos años que no veía un partido de fútbol. ¿Cómo iría el Bayern en la Bundesliga?
Hans no comentó con nadie su intención de regresar a Alemania. Al principio, porque todavía no estaba seguro de querer hacer ese viaje; luego, porque de algún modo asumió aquel retorno como un acto demasiado íntimo para compartirlo con los demás. Ya se despediría de sus amigos en el último momento, antes de partir. A fin de cuentas, sólo iba a estar fuera de la colonia un fin de semana...
El jueves, Hans recibió un sobre, remitido por el doctor Mombé, en cuyo interior encontró la reserva de hotel y los billetes de turboraíl. Debía estar en la estación de Málaga el viernes a la una de la tarde. Aquella noche, después de cenar con Willi y Gertrud, Hans preparó cuidadosamente la maleta. Dos mudas completas, dos pares de zapatos, los artículos de aseo y una fotografía de Emma. Se acostó temprano, pero tardó mucho en conciliar el sueño. No podía dejar de pensar en su mujer. Hubiese sido tan bonito poder regresar a Munich con ella, dos ancianos recordando juntos los días de su juventud. Por desgracia, apenas cuatro años y medio después de que Emma y él comenzaran a vivir juntos, un conductor borracho se la quitó para siempre, igual que un fulminante cáncer le había arrebatado la vida de su padre cuando Hans sólo era un niño. Dios, o el azar, o quienquiera que rigiese los destinos de los hombres, había decidido segar prematuramente la vida de las personas que más amaba y, para compensarle, dilataba la suya mucho más allá de lo que la naturaleza decretaba.
No obstante, Hans Müller pensaba con frecuencia que el tratamiento Bartov no prolongaba la vida, sino las ausencias.


*


El viernes, Hans se despertó muy temprano. Estaba nervioso, de modo que decidió desayunar en el bungaló en vez de acudir al comedor de la colonia. Luego, tras asearse concienzudamente y ponerse su mejor traje, estuvo un rato hojeando viejos álbumes de fotos, retratos de su juventud en Alemania, tan antiguos que las imágenes estaban reproducidas en sólo dos dimensiones. Más tarde, habló por interfono con la recepción de la colonia y solicitó que un taxi viniera a recogerle al mediodía. Finalmente, a las once abandonó el bungaló y fue en busca de sus amigos para despedirse de ellos. Se dirigió en primer lugar a la terraza de verano; allí sólo encontró a Pepe Carmona que, sentado en una tumbona, bebía pausadamente un vermú con soda.
— ¿Dónde están los demás, Pepe? –le preguntó Hans.
— En el pabellón de juegos. Walter ha retado a una partida de ajedrez a Rainer y había mucha expectación; creo que incluso se cruzaban apuestas –Carmona le miró de arriba abajo-. Oye, ¿qué haces tan guapo? Pareces un figurín...
— Voy a salir este fin de semana –respondió Hans con una tímida sonrisa.
— ¿Que vas a hacer qué?...
— Llevo demasiado tiempo encerrado en Costa Dorada, así que he decidido pasar el fin de semana en Munich. Me voy dentro de una hora.
Carmona frunció el ceño y le contempló largamente; luego, dejó el vermú sobre la mesa y le indicó con un gesto que se sentara a su lado.
— Voy a confesarte algo, Hans –dijo mientras su amigo se acomodaba junto a él-. ¿Sabes cuándo nací? En 1943.
— Pero entonces... –boquiabierto, Hans realizó un rápido cálculo mental-. Entonces tienes..., ¡ciento sesenta y cinco años!
— Soy longevo por naturaleza. La primera vez que me sometí al tratamiento Bartov tenía casi cien años. Por aquel entonces aún era una técnica experimental, pero conmigo funcionó espectacularmente; al cabo de un par de años de terapia, parecía un hombre de cincuenta. Por lo visto, hay personas en las que el tratamiento Bartov funciona especialmente bien. Yo soy una de ellas. Los médicos dicen que puedo llegar a vivir doscientos años, o doscientos cincuenta, o quizá trescientos... No tienen ni idea. Vete a saber; quizá sea inmortal.
— Pero eso es extraordinario... –musitó Hans, asombrado.
— ¿De verdad te lo parece? –Carmona dejó escapar un suspiro-. Yo no estaría tan seguro. Nací en un mundo que nada tiene que ver con éste, Hans. No había ordenadores, ni estaciones espaciales, ni tridis... –esbozó una apagada sonrisa-. Qué demonios, la televisión ni siquiera era en color. Sin embargo, por aquel entonces todo resultaba más sencillo; sabías cuál era tu lugar en el mundo, quiénes eran los tuyos y qué ideas valía la pena defender. Pero luego... Bueno, murió Franco, la democracia llegó a España, España se integró en Europa, Europa se convirtió en una federación..., y un buen día descubrí que yo ya no sabía dónde estaba. Por aquel entonces vivía en Madrid, porque sólo en una clínica de allí, y en otra de Barcelona, se aplicaba la técnica Bartov. Luego, Costa Dorada comenzó a suministrarla también y regresé a Andalucía. Finalmente, aunque poseo unas veinte residencias, me quedé a vivir en la colonia, como un jubilado más. ¿Sabes por qué? Porque vosotros, un puñado de alemanes, sois lo único que queda de mi mundo.
Carmona hizo una pausa para beber un sorbo de vermú. Hans le contemplaba en silencio, un poco perplejo. ¿Por qué le estaba contando ahora todo eso?
— Para desesperación de mis hijos, nietos, biznietos y tataranietos –prosiguió el español-, aún sigo ocupándome de mis empresas; por ello, de vez en cuando me veo obligado a salir de la colonia. ¿Y sabes algo?; cada vez que voy a Málaga, o a Madrid, o a Londres, o a cualquier otro lugar, lo que veo no tiene nada que ver con el mundo en que nací –señaló con un ademán el paisaje que se divisaba desde la terraza-. Lo que hay más allá de la colonia ya no es España –dijo-, y lo mismo ocurre con Alemania, con Europa, con el planeta entero. Ya nada es igual –cerró los ojos, como si le hubiera invadido una repentina oleada de cansancio-. ¿Quieres un consejo, Hans? –dijo en voz baja-: el Munich al que quieres regresar no está en Munich; está en la sala de nemos.
Las palabras murieron en los labios de Carmona y el anciano pareció quedarse dormido, aunque el titubeo de las pupilas tras los párpados contradecía esa primera impresión. El silencio se extendió entre ellos como un pesado telón de terciopelo oscuro; sin decir nada, Hans se incorporó y abandonó la terraza de verano. En vez de dirigirse al pabellón de juegos para despedirse de los demás residentes, el viejo alemán regresó a su bungaló, se sentó en una silla, junto a la maleta, y permaneció inmóvil durante largo rato. Tenía la mente en blanco, no pensaba en nada, se limitaba a estar allí, sentado, sintiendo cómo una tenue sensación de angustia comenzaba a germinar en su pecho. Al cabo de veinte minutos, el sonido del interfono le sobresaltó.
— Ha llegado su taxi, señor Müller –dijo la amable voz de la recepcionista.
Hans consultó su reloj: ya eran las doce... De repente, las preguntas se atropellaron en su mente. ¿Por qué regresar a Munich? ¿Por qué después de tanto tiempo? ¿Qué iba a encontrar? Emma estaba muerta, como sin duda lo estaban Jörg y Peter, y todos sus amigos, y los conocidos, y los compañeros del trabajo, y los vecinos. Todos muertos. Lo más probable era que el Bratwurstglöckerl ni siquiera existiese ya; y si aún seguía abierto, las bratwürste no sabrían igual. Y a lo mejor el Bayern había descendido a segunda división. Y quién sabe cómo sería ahora Schwabing; quizá ni siquiera existiese, quizá lo hubiesen derribado para construir en su lugar centros comerciales, oficinas y colmenas de apartamentos. Pero en realidad ése no era el problema; aunque todo siguiera siendo igual, aunque el Munich actual fuera idéntico al Munich de sus recuerdos, quien había cambiado era él.
— El taxi está esperándole, señor Müller –dijo la recepcionista por el interfono.
Hans dejó escapar un largo suspiro.
— Ya no voy a necesitarlo –dijo; y agregó-: El doctor Mombé ha reservado a mi nombre un billete de turboraíl y un hotel en Munich. Por favor, anúlelos.
— Muy bien, señor Müller. Como desee.
Hans permaneció unos minutos sentado, con la mirada perdida. Luego, se levantó, deshizo la maleta, salió del bungaló y se dirigió lentamente a la sala de nemos.


*


Una batería de holopantallas flotaba en el centro de control de la colonia. Una de ellas mostraba a Hans Müller recorriendo un blanco pasillo. Otra reprodujo su entrada en la sala de Estimulación Mnemónica. A su derecha, una cámara encuadró un primer plano del anciano mientras se colocaba el casco del nemo.
Fátima Alaoui, la directora médica de Costa Dorada, apartó la mirada de las holopantallas y la volvió hacia el doctor Mombé.
— Ya ves, Daniel, yo tenía razón –dijo-. El señor Müller no se ha atrevido a salir de la colonia.
Mombé contempló la imagen de Hans tumbado en el diván.
— Quizá lo haga otro día –respondió con escasa convicción.
— No, no lo hará nunca. Se quedará encerrado aquí hasta el día de su muerte, como todos los demás –Alaoui señaló la holopantalla que mostraba un plano general de la sala de nemos con los ancianos tumbados sobre los divanes, inmóviles, los ojos cerrados, como si durmieran-. Míralos –dijo-. ¿Sabes a qué me recordó esto la primera vez que lo vi? A un fumadero de opio. Son yonquis, Daniel, y los nemos, las jeringuillas que emplean para inyectarse dosis de pasado –sacudió la cabeza-. A veces me preguntó por qué nos esforzamos tanto en mantenerlos vivos.
Mombé apartó la mirada del inerte rostro de Hans Müller y se frotó los ojos.
— Quizá porque se lo debemos –repuso-. A fin de cuentas, son los últimos representantes de la vieja Europa, la civilización que nos acogió.
Alaoui profirió una carcajada.
— Qué encantadoramente ingenuo eres, Daniel. Conozco la historia de tu familia y tú conoces la historia de la mía. ¿Quieres que te recuerde lo que tuvieron que pasar mis abuelos cuando dejaron Marruecos y llegaron a la gran Europa? ¿Hablamos otra vez de las jornadas de doce horas en los invernaderos de Almería, con más de cuarenta grados de temperatura, recogiendo fresas para el señor Müller y para todos los señores Müller de tu maravillosa Europa?
— No, no hace falta que me lo recuerdes. Ya sé que no fue un camino de rosas; pero no puedes negar que ellos nos dieron una oportunidad, y eso se lo debemos.
— No les debemos nada, Daniel, no fueron amables, no nos invitaron a su casa de buen grado. Nos dejaron pasar porque necesitaban que alguien limpiara su mierda. Y aquí seguimos, limpiándoles el culo a unos ancianos insultantemente longevos –la doctora Alaoui contempló a Mombé con los ojos entrecerrados-. Dime una cosa, Daniel: ¿sabes quién paga el tratamiento Bartov de los residentes?
— Las compañías de seguros.
La doctora Alaoui negó con la cabeza.
— Te voy a contar algo –dijo-. Hace catorce años, una resolución del Parlamento, la Enmienda Devi, eximió a las aseguradoras de la obligación de seguir financiando los tratamientos Bartov. El señor Müller y sus amigos estaban condenados a morirse de viejos, como el resto de la gente. Pero entonces apareció una nueva entidad que no solo ofreció asumir el gasto de los tratamientos, sino que además suministró los equipos de estimulación mnemónica. ¿Sabes cuál era esa entidad? La Academia de Historia Europea. ¿Y sabes por qué lo hizo? Porque los nemos no sólo permiten recordar el pasado como si se viviera por primera vez; también graban esos recuerdos. Y la Academia quiere disponer de un archivo de memorias de primera mano de los siglos XX y XXI. Ésa es la razón de que mantengan vivos a estos dinosaurios.
— ¿Graban sus recuerdos? –Mombé contempló con incrédula consternación a la mujer-. ¡Pero eso es una intromisión en su intimidad!
La doctora Alaoui esbozó una sonrisa quizá un poco displicente.
— Ellos lo saben –dijo-. De hecho, firmaron un contrato consintiendo que sus recuerdos fueran grabados. Hubieran vendido su alma al diablo con tal de poder seguir usando los nemos. Son yonquis adictos al pasado y necesitan su dosis diaria.
— ¿Los residentes aceptaron que su vida fuera grabada? –Mombé desvió la mirada y añadió en voz baja-: No lo sabía...
— Aún ignoras muchas cosas sobre la colonia, Daniel. Por ejemplo, que la Academia se está planteando dejar de financiar los tratamientos Bartov. ¿Sabes por qué? Pues porque los residentes siempre recuerdan las mismas cosas, los mismos momentos, las mismas aburridas tonterías. No es ya que vivan en el pasado, es que viven en un pasado minúsculo. ¿Qué sentido tiene grabar por enésima vez la boda del señor Müller o el primer polvo que echó Magda Stadler? ¿A quién le interesa eso?
Mombé permaneció silencioso, con la mirada perdida y una leve expresión de tristeza en el rostro. La doctora Alaoui suspiró.
— Puede que los residentes de Costa Dorada sean casi inmortales, Daniel –dijo-, pero llevan muertos mucho tiempo.


*


Tras abandonar el centro de control de la colonia, Daniel Mombé se dirigió al aparcamiento y se acomodó frente a los mandos de su deslizador Audi. Tenía el fin de semana libre y pensaba pasarlo con sus padres y sus hermanos. Conectó el motor y el vehículo se alzó sobre los cojinetes magnéticos con un suave zumbido; acto seguido, Mombé condujo el deslizador hacia la autovía general y, en vez de dirigirse hacia Málaga, donde se encontraba su pequeño piso de soltero, puso rumbo a Sevilla.
Al cabo de unos minutos, el médico conectó la dirección automática, fijó la velocidad en doscientos cincuenta kilómetros por hora y soltó los mandos. El ordenador del vehículo asumió el control instantáneamente y el deslizador comenzó a gusanear con elegante suavidad por entre el denso tráfico que circulaba por la carretera. Mombé se reclinó en el asiento y cerró los ojos; aquella noche había tenido guardia y estaba muy cansado. También, por motivos que no lograba discernir del todo, se sentía vagamente deprimido; no podía dejar de pensar en el señor Müller y en lo que le había contado la directora médica del centro.
Quizá tuviera razón la doctora Alaoui, reflexionó; puede que él fuera un ingenuo, puede que careciera de sentido esforzarse tanto en mantener con vida a unas personas que parecían empeñadas en fosilizarse, en replegarse sobre sí mismas bajo capas de añoranza, recuerdos y melancolía. No obstante, decidió mientras un apacible sopor le iba invadiendo, a pesar de que su trabajo se parecía mucho a la labor del empleado que le quita el polvo a las momias de un museo que nadie visita, el esfuerzo valía la pena. Porque él, y todos los que eran como él, se lo debían a ellos, los últimos neandertales de la vieja Europa.
Poco a poco, Mombé se fue quedando dormido. Y tuvo un sueño, un sueño muy extraño en el que, pese a no haber estado nunca en África, se veía a sí mismo junto a un rejuvenecido señor Müller, corriendo desnudos por la sabana, rodeados de antílopes y jirafas, felices como niños bajo un sol tropical. Cuarenta minutos más tarde, un zumbido le despertó. Estaban entrando en Sevilla y el ordenador, tras disminuir la velocidad, quería saber adónde dirigirse.
El médico se desperezó, tomó los mandos y desconectó la dirección automática. Mientras conducía el deslizador hacia el barrio de San Vicente, dejando a la izquierda el río Guadalquivir, Mombé contempló el paisaje urbano que se desplegaba ante él. Y vio las mezquitas con sus altos minaretes, sinagogas y pagodas compitiendo con las iglesias de Santa Ana o del Salvador, y vio zocos y mercados de especias, restaurantes de kebab, cuscús y sushi, y vio las calles atestadas por una multitud de razas y colores, blancos y negros, árabes, hindúes, rubios nórdicos, asiáticos de ojos rasgados, pálidos celtas, indios quechua y aymara, altivos etíopes, un calidoscopio de pieles y etnias, una exótica marea que ni siquiera el muro de un trillón de euros había logrado contener.
Lejos de allí, tras las tapias de la Colonia Residencial Costa Dorada, Hans Müller yacía tumbado con un casco cuajado de electrodos en torno a la cabeza, unido al estimulador mnemónico mediante un grueso cable que recordaba a un cordón umbilical. Una vez más, volvía a ser un niño paseando de la mano de su padre por el Englischer Garten de Munich durante un cálido atardecer de comienzos del siglo XXI. Aunque el anciano, tumbado sobre el diván, estaba tan inmóvil que parecía un cadáver, sus labios esbozaban una sonrisa. Era feliz.
Había vuelto al hogar.

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1 COMENTARIOS:

Blogger Ricardo G. Yayo dijo...

Os dejo también un enlace al comentario sobre el relato que podéis encontrar en 'El Mundo de Yarhel'.

4 de mayo de 2006, 10:46  

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