martes, diciembre 18, 2007

Tierra de Leyendas VI: 'Carta al padre'

Ha pasado más de un año desde la última convocatoria del concurso Tierra de Leyendas en Sedice (clasificaciones y relatos, aquí), pero parece que ya está en marcha el TDL VII.

Yo, que siempre ando con algo de retraso, cuelgo ahora el relato con el que participé entonces y, durante estos días navideños de juerga y alboroto, me pienso si participar este año.


CARTA al PADRE


Todavía no entiendo por qué comienzo de nuevo a escribir un texto que sé que nunca vas a poder leer. Si alguna vez te importó lo que yo pudiera pensar de tus acciones lo supiste esconder perfectamente a lo largo de todos los años que pasamos juntos. A pesar de todo, me gustaría creer que la distancia que interponías entre nosotros no era más que una coraza y que efectivamente había un hueco en tu corazón para mi madre y para mí. ¿Y por qué? Supongo que los años que han pasado desde la última vez que te vi, esos mismos que han avanzado rápidamente nublando mi vista a la vez que despejando mi frente, son los culpables. Ahora que mis hijos han tenido hijos, y aún éstos han tenido a su vez los suyos, me acosan en la noche las dudas sobre si habré sido un buen ejemplo para todos ellos y mi memoria vuelve a ti.

Recuerdo que cuando era niño ya me parecías anciano, con tus cabellos grises que resplandecían bajo el sol de la mañana y tus manos arrugadas por el tiempo y el trabajo del campo. Las historias que nos contabas a Isaac y a mí para que entendiéramos la grandeza de tu dios son uno de los mejores recuerdos que tengo de ti. Me impresionaba como abrías los brazos queriendo abarcar todo a nuestro alrededor y como tus ojos claros eran capaces de traspasar las mentiras de nuestras palabras para descubrir si en nuestros corazones habíamos dejado de rezar las oraciones pertinentes. Conservo también algún recuerdo borroso de antes, del principio de ser, apenas sensaciones como el calor de tu palma en las noches que tenía fiebre o el olor de la huerta después de una tormenta. En las madrugadas frías en que el insomnio me hace vagar por la casa, mientras compruebo que mis nietos duermen tranquilos y les abrigo echándoles las ropas por encima, me pregunto si a sus ojos serán mis manos tan grandes como a mí me parecían las tuyas.
Jamás vi nada raro en que mi madre y yo durmiéramos en un cuarto diferente a donde lo hacíais Isaac, Sarah y tú. Separados de vosotros por una pared de adobe, madre me hablaba de cómo tu fe había hecho posible que concibieras un hijo con ella y de cómo mi nacimiento supuso la llegada de la felicidad a tu casa. A esas noches pertenece la mejor imagen que guardo de ella: radiante y llena de felicidad y de amor por un hombre que ya había olvidado el calor de su cama. ¿Dejaste de interesarte por ella cuando supiste que era cierta la promesa de que ibas a volver a ser padre? ¿Acaso esa promesa incluía marginar a la madre y al niño? Y aún así, qué cálidas me parecían tus palabras y qué sinceros los besos de mi infancia.
Fue más tarde, cuando crecí lo suficiente, que empecé a entender algunas cosas y a cuestionarme varias de tus acciones y decisiones. ¿Por qué era mi hermano el único alumno de tus lecciones? ¿No era digno de aprender su palabra? Quizá sólo me considerabas apto para atender al rebaño. Si supieras cómo deseaba entonces que me eligieras para seguirte en tus paseos de meditación al desierto y las lágrimas que dejé en mi cama pensando en renunciar a tu dios para que te fijaras en mí y me condujeras de nuevo al buen camino... El recuerdo de esa absurda determinación infantil me hace sonreír porque sé que todas mis protestas hubieran sido inútiles. Mientras yo quería renegar de ti y de tu fe, las atenciones que habías puesto sobre Isaac hacían que mi hermano te siguiera ciegamente, acatando tus sugerencias como órdenes y transformando tus palabras en verdades absolutas. Pero ni siquiera cuando me di cuenta de esto, podía imaginar a dónde nos conduciría tanta devoción.

Amanecí con el frío metido en los huesos y ni siquiera el sol que me acompañaba en mi camino a los pastos logró confortarme. Una mano helada removía mi espíritu y me urgía a desandar el camino para volver a la casa. Al llegar, descubrí que habías emprendido camino cargado con comida para varios días y acompañado por mi hermano. Durante dos días os seguí por el desierto, oculto día y noche para que no me descubrierais, hasta que al fin llegamos al monte Moriah. Para entonces comprendía que algo malo estaba a punto de suceder. Lo veía en tu manera de meditar tras las comidas, errante y ausente, y en esa mirada de Isaac buscando el suelo, sumiso y entregado.
Al tercer día se nubló el cielo y supiste que había llegado el momento. Te vi levantar en la ladera de la montaña un altar y, mientras me acercaba intrigado, vi a mi hermano tumbándose sobre la pila de leños. ¡No podía creer lo que veían mis ojos! ¡Quise gritar y correr hacia vosotros para detener vuestra locura! Pero la voz se me quebró al intentar salir de la garganta y mis piernas se volvieron agua y dejaron de sostenerme. Cuando alzaste el cuchillo y gritaste al cielo anunciando la entrega de tu primogénito, mi corazón terminó de quebrarse. ¿Cómo podías tener el pulso firme? ¿Cómo el alma serena? De repente, vi despacio el cuchillo resbalando de tus manos y a ti postrarte de rodillas alabando a Yahvé, Isaac llorando entre tus brazos. ¿De verdad estabas dispuesto a degollar a tu hijo favorito? ¿Qué dios podría pedirte semejante sacrificio?

Durante todos los años en que aún viviste jamás te conté que sabía vuestro secreto. De nada hubiera servido, pues mi alma no podía ya encontrar alivio en ninguna de tus acciones. Nunca había sido tu favorito y ahora sabía que, a pesar de haber sido tu primera alegría, tampoco me considerabas el primogénito y quizás ni siquiera un verdadero hijo.

No te guardo rencor, padre. A ti, que llevabas por nombre “padre de multitudes” y que no supiste conservar a tu lado a alguien de tu carne y de tu sangre. A ti, que en tu amor por tu dios olvidaste el amor por tu descendencia. A ti no puedo odiarte. Porque a lo largo de todo este tiempo he sabido en lo más profundo de mi corazón que habría ocupado mi lugar en aquel altar si tú me lo hubieras pedido.

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